sábado, 24 de noviembre de 2007

Para Doña

Pues, me toca empeñar este poco tiempo a dedicar elogios y disculpas por los cordeles que atan mis brazos y las piernas y el pecho y la cabeza al anaquel del destino. ¿Y por qué escribo así? Siendo usted señora y yo solo un aprendiz de señor, las cartas notariales no legalizan mi pesar y los “atentamente” arcaico de las oficinas no concilia mi idea por brindar un abrazo: las cartas se escriben así por así, como si me quedasen solo cinco minutos antes de soltar la pluma y colgar los chimpunes en la línea telefónica por una mujer quien, como diría Becker, es poesía. ¿Y Vallejo? ¿Y Watanabe? ¿Y Lizardo Cruzado? ¿Y Juan Gonzalo Roce? ¿Y André Suárez? Ese último lo conozco. Ese último soy yo.
Yo, vuestra merced, muchacho poeta de esquina, pupilo con pocos vellos en el pecho en la jungla de los bares, el que no sale, el pisado, el chismoso. El chismoso. Disculpas y perdones, lejos y más lejos de ella... No lo sabía, no sabía las reglas, el código. Y con tan solo preguntar lo que la preocupación crea. No señalé con el dedo, no miré de reojo al culpable. Y seguía estando lejos y aún sigo aquí donde no es allá. Los meses aún no los cuento y los aniversarios los celebro todos los días y la beso como si nunca hubiese besado y la amo como cuando el amor se sonroja de vergüenza en decir cómo amar.
Ella, quien me enseñó olvidar el luto de una uña, aún no abre a pares esas ventanas del alma y mientras ella no vea el reflejo de la luz; para mí, ni si quiera hay luz. ¡Viví, sonreír, bailar! Las ánimas se hacen difíciles para tiempos difíciles. Afuera, el cielo aún es gris. Afuera. ¿Y adentro? ¿En su pecho? ¿En sus venas? ¿En sus arterias? ¿En su sangre? ¿En su alma? ¿En el éter? ... Se encuentra la infinitud de la persona. Lo que todo el mundo tiene. Regalemos sonrisas al déficit, saquemos la lengua al mal tiempo, juguemos mundo hasta dar la vuelta al mundo, toquemos timbres para romper el solipsismo de tantos ermitaños. Ella quien tanto lo necesita, ella quien todos quieren. Usted, quien fue mi ADUANAS en los celos y mi INTERPOL cuando infligí alguna ley para crear sonrisas, quien revisa mi pasaporte para no ser un enamorado ilegal, sepa lo difícil que es escribir para ensayar un primer beso, una primera pregunta, un primer gesto. Lo ensayo creando cielos y eternidades en un escritorio que me transporta de bajo de la cama de mi Amor.
Pero aún estoy aquí, con dos ensayos roba línea telefónica y un Nietzche que desde tiempo me quiere golpear. Y siempre preguntando como va todo por allá. Lo de Mili, la operación, los doctores. Cuando conocí a Yunie, sentí que me guiaba entre gigantes y yo me mantenía jugando a las chapitas en alguna vereda. La voluntad, Merced, es tan difícil de ser juzgada. Siempre el “yo desentendido”, el Mr. Bean que ya llegó muy lejos y perdió raiting. Perdone las tristezas, disculpe las primeras impresiones. Yunie no tiene culpa alguna y yo, con los hombros caídos y con los pies bajo tierra, porque arrastrarlos es decir poco, le pido perdón, disculpa y por favor. Por favor que ya el mundo se encoge y con una “a” en este papel no es lo mismo que un beso y que una “e” no es tocar la mano a Yunie y que una “i” no es la imagen precisa de mi rostro necesitado.
Y le beso la mano, Vuestra merced, para despedirme. La rutina siempre acosa, pero no llevo cronómetro de oficina. Buenas tardes, buenas noches o buenas días o chau o adiós.
Y que el tiempo no tenga fin. Y que la amo. Y que me dispenso por lo que no quise hacer.
Como una vez me dijo Bruno Mendizábal:
“La canción perfecta duró tres minutos con catorce segundos. ¿Y yo que no soy perfecto, cuánto durare?” Mi respuesta es cincuenta centavos en algún teléfono público.

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