
Encogiese el mundo en la punta de los lápices y mis creencias en las letanías líricas que puede crear el vacío y el blanco al mancharlo con negro y hacer que no sea papel, sino arte con cuatro esquinas, con una que otra falla ortográfica y con un alma y una vida. Pues que chico es el mundo, dicen todos, cuando se repite el mismo reflejo, el mismo actor, sin saber qué había detrás de todo, detrás de cada sonrisa, hubo siempre un espejo.
Corto de vanidades, ceguera temporal sin cuidar la vista, no se podrá ir más allá de la nariz si ni si quiera conocemos hasta dónde llega nuestros párpados. ¿Y cubrir lo real cuando las manos tapan? Sabes acaso cuánto cubre la piel y cuánto seduce el espanto. Y cambiemos de vista, vira el velo de tu vestido hacia allí, hacia allá. ¿Qué digo? Resultó ser el mismo punto.
¡Camina, niña de pasos apresurados, mendigo de la nueva urbe y anciano entre los nidos, los jovenzuelos entre los silos y la novia que vestía de blanco cuando el día era negro!
Atraviesa mi mirada al fondo del esquinero, dobla hacia el estante, cuenta las tapas, persigue el señuelo, cae al abismo. Había un abismo. Allí terminaba el itinerario de la luz de mi lámpara y es allí donde acudió los villanos de cada noche. Infame, sota y tristemente tierna es la estocada que brinda a mi pecho el respiro inconsciente. Más tarde, señor. Más tarde me iré a dormir.
¿Últimas palabras, señor? Que esta bufanda cubra otra herida en otro pecho, a pesar que la culpable sea la misa. ¿Más? Que mis labios no estén secos de las lágrimas que profano de las viejas lápidas abandonadas como son los recuerdos. Lo olvidé. Esas viejas lápidas eran los recuerdos. ¿Y qué decían? Nada más que el vacío y más que la nada para ser encontrado, como el silencio que paciencia clama, como la villanía que la otra mejilla clama, como la poesía que más vida en la muerte clama, como este escrito que nada tiene que ver conmigo y aún así lo escribo y duda que lo lea mañana.
Corto de vanidades, ceguera temporal sin cuidar la vista, no se podrá ir más allá de la nariz si ni si quiera conocemos hasta dónde llega nuestros párpados. ¿Y cubrir lo real cuando las manos tapan? Sabes acaso cuánto cubre la piel y cuánto seduce el espanto. Y cambiemos de vista, vira el velo de tu vestido hacia allí, hacia allá. ¿Qué digo? Resultó ser el mismo punto.
¡Camina, niña de pasos apresurados, mendigo de la nueva urbe y anciano entre los nidos, los jovenzuelos entre los silos y la novia que vestía de blanco cuando el día era negro!
Atraviesa mi mirada al fondo del esquinero, dobla hacia el estante, cuenta las tapas, persigue el señuelo, cae al abismo. Había un abismo. Allí terminaba el itinerario de la luz de mi lámpara y es allí donde acudió los villanos de cada noche. Infame, sota y tristemente tierna es la estocada que brinda a mi pecho el respiro inconsciente. Más tarde, señor. Más tarde me iré a dormir.
¿Últimas palabras, señor? Que esta bufanda cubra otra herida en otro pecho, a pesar que la culpable sea la misa. ¿Más? Que mis labios no estén secos de las lágrimas que profano de las viejas lápidas abandonadas como son los recuerdos. Lo olvidé. Esas viejas lápidas eran los recuerdos. ¿Y qué decían? Nada más que el vacío y más que la nada para ser encontrado, como el silencio que paciencia clama, como la villanía que la otra mejilla clama, como la poesía que más vida en la muerte clama, como este escrito que nada tiene que ver conmigo y aún así lo escribo y duda que lo lea mañana.
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